Los que rodeaban a Jesús veían sólo un ser humano. Es verdad que era un ser humano especial, desconcertante: libre ante la familia, los discípulos y las autoridades, políticas o religiosas; firme e irónico con los que se creían buenos; tierno con los niños y las mujeres; desafiante ante el rigorismo y el nacionalismo de campanario; narrador excepcional por sencillez y profundidad; taumaturgo itinerante; solidario con los empobrecidos...
Jesús creció en Nazaret, un pueblito insignificante; al parecer ni siquiera aparecía en los meticulosos mapas romanos. Un rincón del grande y poderoso imperio romano: compleja máquina de dominar y matar. Los imperios son una constante en la historia de la humanidad. Agustín de Hipona admiraba especialmente el imperio asirio. Israel tuvo que crecer entre dos gigantes: los egipcios y los babilonios. El texto bíblico está cargado de sufrimientos causados por los imperios al pueblo de Dios, en el antiguo y en el nuevo testamento. El imperio romano dominaba Israel, pero no pudo vencer al Crucificado, que resucitado anima a sus discípulos, quienes terminan haciendo de la capital del Imperio, la capital de la Iglesia.
¿De dónde saca este carpintero esa sabiduría y esas obras admirables? No pasó por las escuelas rabínicas... Hoy diríamos, no hizo ningún doctorado en la Gregoriana o en Tubinga. Juan, el evangelista conocido en la tradición como el águila, de alto y majestuoso vuelo, nos lo dice desde el prólogo de su versión del evangelio: en el principio, antes del Universo, ya existía la Palabra, y la Palabra se hizo hombre y puso su tienda de campaña entre nosotros, para hacer con nosotros el camino de la liberación, el éxodo de la historia... subir la gran cuesta del reino animal, dice Silvio Rodríguez.
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