INTRODUCCIÓN
Tiempo de preparación para la Semana Santa. Tiempo de conversión. Jesús, en el evangelio del Miércoles de Ceniza, nos ha propuesto tres tareas de la piedad judía que los cristianos hemos heredado: Ayuno, oración y limosna, es decir, práctica de la misericordia.
El ayuno es la expresión del control sobre nosotros mismos: cada uno se niega un poco de alimento o de alguna actividad que le gusta hacer, para mostrar dominio sobre sí mismo. El ayuno, si lleva consigo el compartir parte del alimento, se une a la práctica de la Misericordia.
En este tiempo pedimos perdón a Dios y esperamos su Misericordia. Pues Dios espera que nosotros seamos capaces de perdonarnos a nosotros mismos y a los demás. Este es tiempo propicio para la Confesión y para la reconciliación con nuestros hermanos, especialmente con los seres más queridos.
Jesús de Nazaret nos ha dicho que él es la Vid (planta de la uva) y nosotros los sarmientos (ramitas): la oración nos ayuda a estar unidos a él para poder dar buenos frutos. Si no estamos unidos a él nada podemos hacer. Jesús nos invita a estar, como María de Betania, a sus pies, eligiendo la mejor parte, es decir su Palabra y su Amor.
A continuación aparecen unos breves comentarios a los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma.
DOMINGO I (Lc 4, 1-13)
El Espíritu que aleteaba sobre las aguas (Gn) y cubrió a María de Nazaret para ser Madre de Jesús y madre nuestra, empuja a Jesús al desierto. El desierto es lugar duro, sin agua. El desierto fue el lugar que el pueblo de Israel debió atravesar para ir, de la esclavitud en Egipto, a la libertad en la tierra prometida. El desierto es lugar de pruebas. Hasta el Hijo predilecto es sometido a las pruebas, a las tentaciones.
La primera tentación es la del pan. Jesús ha estado ayunando durante cuarenta días y siente hambre, entonces el demonio le dice: ‘Si eres el Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan’. La tentación no es simple hambre, es hacer uso de su poder obedeciendo al demonio. Jesús desbarata la tentación usando la Escritura: ‘No solo de pan vive el hombre’ (Dt 8, 3). Jesús se ha presentado como el Pan de vida (Jn 6, 34). Él multiplica el pan por compasión para los sufrientes, apareciendo como modelo de Misericordia, y convierte el agua en vino y el pan en su Cuerpo, por petición de María y por iniciativa suya, pero no por sugerencia del demonio. Él dice que su alimento es hacer la voluntad del Padre Bueno (Jn 4, 34). Así nos llama a vivir de hacer la voluntad del Padre, de abrir nuestro corazón al Espíritu que viene en ayuda de nuestra fragilidad (Rm 8, 26) y de Él que es el Pan de vida (Jn 6, 54).
La segunda tentación es la del poder político: Jesús, frente a la propuesta del demonio, ‘te daré todos los reinos de este mundo, si me adoras’, le responde nuevamente con la Escritura: ‘Sólo a Dios adorarás’ (Dt 6, 13). Podemos pensar que nosotros no tenemos aspiraciones a cargos políticos, pero los seres humanos constantemente tenemos conflictos por la voluntad de poder, es decir, por aquello de quién es más o quién manda. Hasta los apóstoles han discutido por los primeros puestos. El Maestro en cambio nos llama a aprender de él, que ha venido no para ser servido sino para servir. Si Él, siendo el Señor, se pone a lavar los pies de los discípulos, con cuanta mayor razón nosotros, pobres siervos, debemos lavarnos los pies unos a otros. Vencemos esta tentación de poder al ponernos al servicio de los demás, especialmente de aquellos que aparecen a los ojos del mundo como más pobres, débiles e insignificantes (Mt 25, 31-46).
La tercera tentación es la del Templo. Esta vez el Tentador usa la Escritura para hacer su trampa. Pero Jesús de Nazaret, astuto como serpiente (Mt 10, 16), vence a la Serpiente (Gn 3, 1). ‘Está escrito: los ángeles del Señor tienen orden de cuidarte… (Salmo 91, 11-12), lánzate para que ellos te recojan’. ‘También está escrito: No tentarás al señor tu Dios’ (Dt 6, 16). La misma Escritura puede ser usada para tentar y para vencer la tentación. Por eso los cristianos debemos leer la Biblia toda con los ojos puestos en Jesús (Hb 12, 2), pues en caso contrario, como los fariseos y escribas, escudriñaremos la Palabra sin comprender nada (Jn 5, 39), pues es Jesús quien tiene vida plena para darnos (Jn 10, 10). El Templo y la práctica religiosa pueden ser lugares de tentación. No todo lo religioso es bueno. Debemos recordar que el Evangelio está atravesado por un conflicto entre gente muy religiosa (fariseos, expertos en la Ley [cinco primeros libros bíblicos] y sacerdotes) y el profeta de Nazaret, que les echa en cara su hipocresía y los llama a creer en Él y a centrar su vida en la práctica de la justicia y la misericordia.
DOMINGO II (Lc 9, 28-36)
Jesús se hace acompañar por tres apóstoles; son sus preferidos: El discípulo amado (Juan), el que va a ser nombrado jefe de los apóstoles, Pedro, y Santiago, hermano del primero. Jesús ora y los discípulos duermen, como sucederá también al final, en el Huerto de los Olivos. Jesús nos enseña con su ejemplo lo que nos pide con su palabra: El Miércoles de Ceniza nos invitó a poner en práctica la oración, especialmente a solas, en lo secreto.
Jesús, que nos ha dicho ‘Yo soy la luz’, se transfigura: aparece la luz a través de su carne y sus vestiduras. Moisés, el liberador, y Elías, el profeta de fuego, dialogan con él. La Antigua alianza y la Nueva, que da origen a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, se encuentran y conversan. Jesús es más que Moisés y más que Elías, es el Hijo de Dios. La Nueva alianza incluye la Antigua y la supera. Por eso ya no guardamos los más de seiscientos mandamientos que llegaron a contar los maestros de la Ley en el Antiguo Testamento. Por eso ya no hacemos sacrificios de animales. Jesús y sus dos celestiales compañeros hablan sobre la muerte que espera a Jesús en Jerusalén: las autoridades del pueblo de la antigua alianza terminarán por matar al Hijo. El apóstol Pablo, en su carta a los Romanos (Rm 11, 11ss), expresa su dolor por este hecho, y nos dice que aquí se encuentra la voluntad misteriosa del Padre, que ha permitido tal cosa para que la salvación sea ofrecida a los gentiles (no judíos); luego ha de hacerse la oferta nuevamente a los judíos; cuando estos acepten a Jesús como salvador, entonces será el final de la historia, cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15, 28).
Pedro y sus compañeros ven la gloria de Jesús, Moisés y Elías; Pedro, impulsivo siempre, propone hacer tres tiendas para quedarse allí. Entonces una voz y una nube dieron testimonio de Jesús: ‘Este es mi hijo amado, escúchenlo’. Nos habla el Padre presentando al Hijo por excelencia, que existía desde el principio y se hizo carne para guiarnos a la casa del Padre (Jn 1, 1-18). Escuchemos a Jesús, como María de Betania, la hermana de Marta, colocándonos a sus pies, abriéndole nuestro corazón. Así estaremos eligiendo la mejor parte, que nadie puede quitarnos.
DOMINGO III (Lc 13, 1-9)
Unos hombres llevan a Jesús una mala noticia: Pilatos, el gobernador romano, que va a derramar su sangre galilea, ha derramado la de unos paisanos mientras estos cumplían deberes religiosos. El Imperio romano, como todos los grandes de este mundo, machaca a los pequeños y, encima, pretende ser considerado bienhechor. Antes fueron egipcios, babilonios y griegos… El pueblo de Israel sabe de dolor por el dominio de los extranjeros. En ese clima surgieron muchos rebeldes. Los sicarios eran el brazo armado de la rebelión judía.
A partir de esa noticia Jesús hace una reflexión que no guarda relación con la política. Jesús cuestiona la religión de compra-venta: ‘Yo hago la voluntad de Dios si Él me cuida y premia. Si alguien sufre es por castigo de Dios, porque ha pecado’. Jesús niega tal cosa. El mal es un misterio. Está expresado en el libro de Job: ante el sufrimiento Job se queja amargamente, pelea con Dios, rechaza los falsos consuelos de sus amigos, que piensan según lo que Jesús niega. ‘Yo no estoy sufriendo por haber pecado…’, dice Job. El dolor es un misterio. ¿Por qué han muerto tantas personas en el terremoto de Haití? No lo sabemos. El libro de Job nos enseña a abandonarnos humildemente en manos del Padre Bueno. Jesús, el inocente por excelencia, también ha sufrido y, desde la cruz, exclama, Padre, en tus manos entrego mi espíritu.
Jesús nos llama a conversión a partir de dos noticias (un asesinato y un accidente) y a partir de la parábola de la higuera, donde el viñador pide paciencia al dueño del campo. Moisés se ha puesto en la brecha para interceder por su pueblo (Ex 32, 31s). Jesús intercede por nosotros. El tiempo que cada día se nos da, dice el apóstol Pedro, es una oportunidad para convertirnos. Dios espera que demos buenos frutos, especialmente de verdad y amor, de honestidad y reconciliación, de trabajo y solidaridad…
DOMINGO IV (Lc 15, 1-3.11-32)
Esta es tal vez la parábola más hermosa que nos ha dejado el Maestro de Nazaret, reconocido como sin par en su ética y en el arte de esas narraciones sencillas y abismales, por un autor judío, J. Klausner.
El hijo menor pide su herencia, se va a un país lejano y malgasta su dinero. Comienza a pasar hambre y decide regresar a casa para ser un asalariado, porque ya no merece ser hijo de su padre. El padre lo ve de lejos, siente compasión, corre a abrazarlo, lo besa, manda a preparar vestido, calzado, anillo y banquete, con orquesta incluida. El hijo mayor llega y se molesta porque el padre ha hecho una fiesta para ese derrochador y amigo de prostitutas. Es interesante el detalle siguiente: el hermano mayor llama al menor ‘ese hijo tuyo’ y el padre le responde nombrándole ‘tu hermano’.
Es bueno recordar los primeros versículos del capítulo quince: los publicanos y pecadores compartían la mesa con Jesús de Nazaret, y los fariseos y escribas (expertos en la Ley) se molestan con él y con sus discípulos. Es fácil reconocer a los publicanos y pecadores, que comparten mesa con el profeta que gusta de banquetes, en el hijo pródigo, y a los duros y legalistas fariseos y escribas en el hijo mayor, que se niega a celebrar el regreso del hermano que estaba perdido y a ha sido recuperado.
En el Padre nuestro rezamos ‘perdónanos, así como nosotros perdonamos’. El Abba está siempre dispuesto a perdonarnos, pero al mismo tiempo nos pide que tengamos un corazón compasivo, misericordioso, pronto a la reconciliación. Tarea que atraviesa todas nuestras relaciones: con nosotros mismos, con la familia, en el ambiente de estudio y trabajo, en la vecindad, en la Iglesia, en la sociedad entera, con la madre tierra.
DOMINGO V (Jn 11, 1-45)
Jesús recibe noticia de la enfermedad de su amigo Lázaro. Decide ir a Betania, a casa de su amigo y de sus amigas Marta y María. Los discípulos objetan que los judíos pretenden matarlo. Jesús no se deja asustar por esas amenazas de muerte. El siempre ‘camina de día y no tropieza’, porque es la Luz; son quienes lo rechazan los que caminan en tinieblas y tropiezan. Tomás acepta el desafío: ‘vayamos a morir con él’. Parece un reclamo a la ‘testarudez’ de Jesús.
Marta, la hermana hacendosa, al parecer la jefa de casa, sale al encuentro de Jesús y le dice que ya Lázaro ha muerto. Esta escena es la confesión de Marta: esta mujer hace profesión de fe. Cree que Jesús es señor de vida y muerte. ‘Yo soy la resurrección’, afirma rotundamente Jesús, y ella lo acepta. Esta confesión aparece como paralela a la confesión de Simón Pedro. El apóstol Pablo lo comprendió y lo expresó en su carta a los Gálatas (3, 28): no haya diferencia entre varón y mujer, pues ustedes son uno en Cristo Jesús. María, la que ungió al Maestro con perfume (Jn 11, 2), sale de casa y se echa junto a los pies que ella bien conoce, porque los secó con su cabellera; al verla llorar Jesús se conmueve, se turba y llora él mismo. Luego muestra la gloria del Padre (que es también suya) llamando a Lázaro nuevamente a la vida. No se trata de la resurrección final, del paso al Reino. Es sólo una señal de aquella; es el regreso a esta vida, llena de vicisitudes. Muchos de los judíos que allí estaban creyeron en él. Aquí termina el texto leído en la misa, pero en los siguientes versículos hay un detalle que podemos añadir. Los sacerdotes y los fariseos deciden, por las señales que Jesús hace, darle muerte. Ya lo había dicho el anciano Simeón: ‘este es señal de contradicción’ (Lc 2, 34). Ante sus palabras y hechos, unos se levantan y otros caen.
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